Es fácil caer en romanticismos cuando se aborda la relación de una madre con su hijo. Por eso me gusta tanto este libro, porque rompe el mito y nos muestra un lado que suele estar oculto. A todxs nos han enseñado que debemos amar incondicionalmente a nuestras madres, nos dicen que son perfectas y, por ende, dejamos de lado su perspectiva más real, la que las hace humanas, la que evidencia sus imperfecciones y puede no gustarnos tanto. Y, justamente, lo que más rescato es que la autora se centra en esa mirada de resignación de todo adolescente al descubrir humanidad, con todo lo que eso implica, en su madre. La autora también retrata el difícil proceso de ver envejecer a lxs xadres y cómo esa dificultad se convierte en dolor, en rabia y, posteriormente, en odio. Parece que somos incapaces de perdonarle a nuestrxs xadres que empiecen a envejecer, que se acerquen al final, que seamos nosotrxs quienes debamos cuidar de ellxs. Sí, es cierto que el hijo de esta historia no está del todo sano y que, quizás, eso exacerba sus emociones, pero, ¿acaso dejan estas de ser reales? ¿No hemos estado todxs, en mayor o menos medida, ahí donde se encuentra él?